cuento
RIC
RIC
La caída del cielo



Presagios, quimeras y teorías sobre la fatalidad, son los elementos que —a través de una prosa sencilla, directa— palpitan en este cuento con el que su autor obtuvo el Premio Nacional de Ciencia Ficción y Fantasía 2007.

Cuando aquella noche Sebastián Mállor, el doctor Sebastián Mállor, especialista en experiencias al borde de la muerte, sacó medio cuerpo por la ventana de su condominio del quinto piso, sólo sentía miedo. Lo había sentido desde dos o tres días atrás.

Y no era el único. Sus ancianos del hospital, aniñados, se estremecían y dejaban escapar quejas sordas aunque intentaban contenerse. Ellas y ellos, con voz pedregosa, llamaban a Mállor; luego no podían hablar.

Algo superior a ellos semejaba empujarlos al fondo de una pecera y, desde allí dentro, boqueando pero mudos, con la piel ablandada y roja, se limitaban a mirar a Mállor, ahogándose. Esa mirada que podría tener manos y estar colgando de un precipicio.
El doctor llegó aquella noche a su casa con la certeza de que era la última de su vida. Durante el trayecto estuvo esperando el automóvil que surgiría en un cruce para embestirlo.

Su presentimiento carecía de forma, pero él lo encajaba en una cuadrícula de infortunios normales donde era posible que alguien saliera de una esquina, le pusiera la pistola en la frente, le demandara dinero o el auto, y luego disparara. Formas de imaginar una muerte gratuita pero explicable, azarosa pero lógica. Iba a morir por colocarse en las coordenadas justas de una explosión, del desplome de un puente o de un hombre desesperado. Esperó “accidentes” así en el último tramo de camino, pero no fue sino hasta apagar el automóvil en el estacionamiento, subir al elevador y pulsar el botón número dieciocho, cuando lo aceptó. No existían las coordenadas del azar que engañosamente él había venido cruzando y eludiendo de milagro. Ni accidentes ni coincidencias. La muerte presentida le estaba dedicada, y era a él, a nadie más, a quien buscaba.

El doctor salió corriendo del cubo del elevador. La llave no entraba en la cerradura; era como si la llave o la cerradura se hubieran encogido. Nunca antes había sentido el dolor del miedo; se le cayeron las llaves y, al inclinarse, el dolor se duplicó; lo tenía incrustado en la espalda, en la parte del cuerpo que carecía de ojos, en aquella mitad que no entraba en los espejos ni en los sueños; era como tener colgado detrás a un ciego que no hacía sino gemir y patalear. Al fin atinó a girar la llave, empujó la puerta; por el golpe, la puerta reculó y se cerró sola a sus espaldas.

—Me buscan —se dijo a sí mismo, y se volvió para revisar la antesala por la que acababa de correr, examinó la cocina. Giraba como uno de los tipos dementes del manicomio, como alguien que tuviera rabo.

Era el plural el que lo tenía despavorido.

—Me buscan.

Estaba desembocando en el plural con la misma certeza y el mismo terror de cuando supo que iba a morir.

—Me buscan.

La arcada casi lo hizo caer y, cuando se dio cuenta, ya estaba abriendo la ventana.

El doctor Sebastián Mállor pudo pensar que fue por la violencia de la náusea. Se echó hacia adelante con excesiva fuerza y el antepecho de la ventana se le hundió dolorosamente en la cintura. Sintió que sus pies se despegaban del suelo, manoteó para sujetarse, pero no atinó o no quiso encontrar la jamba. Al ver la calle, allá abajo, disminuida por la altura, algo cedió en él. A punto de dejarse ir, vio pasar cayendo a aquella mujer.

Fue como si el miedo hubiera saltado por sobre sus hombros para irse prendido a la mujer.

Inclinado imprudentemente todavía, pero con las manos ya sujetas al marco de la ventana y los pies otra vez firmes en el suelo, Sebastián Mállor la vio atravesar las capas de luminosidad que brotaban de los pisos inferiores, descendiendo ella igual que un rollo de alfombra, boca arriba, inmóvil, silenciosa… Mállor adivinó que llevaba los ojos abiertos, que no parpadeaba, que tendría que estarle mirando.

Sebastián Mállor ha tenido siempre una obsesión por las últimas palabras de los moribundos. Seguramente no habría nada por oír esta vez, y sin embargo, él se echó hacia atrás con brusquedad, se olvidó de su mal presagio y corrió en dirección al pasillo. El elevador tardaba tanto que se encontró descendiendo por cuenta propia los cinco pisos que lo separaban de la planta baja. Necesitaba apoyar las manos en los muros de cada descanso, empujarse en los recodos de la escalera, sacudir a fuerza de golpes la rigidez despavorida que había empezado a endurecerle los músculos desde que anticipó su muerte.

Era un engaño. Y sin embargo él sólo pensaba en la boca de ella. Sabría que, con sangre fría, trataría de adivinar los labios en un rostro seguramente convertido en restos del rostro.

Lo del doctor tiene antecedentes en la Edad Media. Había morbo en el hecho de ver bajar el hacha sobre el cuello de la víctima pero también había una leyenda. Oír hablar a la cabeza decapitada que pendía de la mano del verdugo. La muchedumbre aguardaba una última frase, un secreto que resumiera la bisagra entre la vida y la muerte.

Él hacía lo mismo. Su hospital especializado en gente desahuciada era un espectáculo para él solo. No empuñaba ningún hacha pero estaba presente en todas las agonías, siguiendo los últimos jadeos.

En el hospital se había acostumbrado a la muerte no a las muertes. Durante esta última semana vio por el televisor maneras patéticas de morir. Él había leído que los lémures se lanzaban en una carrera despavorida hacia el mar y se suicidaban por miles. Cuando vio aquello de los puentes en los noticiarios, pensó en los lémures. Los muchachos iban siendo captados por las cámaras mientras saltaban desde distintos puentes de la ciudad, sin acordarlo, víctimas de una coincidencia que no podía ser real. Después la cámara hizo un acercamiento y lo que se dejó ver no eran rostros afirmados en ninguna voluntad; los muchachos lloraban sin pudor, tratando de desdoblar los labios sin conseguirlo, y así se arrojaban al vacío.

Tales fueron las constantes durante la última semana: histeria colectiva y caídas, desde puentes, desde riscos. La única forma de volar accesible al ser humano. Y allí estaba ahora Mállor cruzando el vestíbulo para testificar el cobro dedicado a los hombres por pretender rozar el cielo.

A fuerza de pudor científico, de piedad médica, solía hablarse poco de lo que Mállor sabía de sobra. Lo que él sabía es que después de la caída no quedaba ningún órgano en su sitio. Meter la mano en el cadáver suponía prepararse para encontrar cosas que iban a estar en donde no debían estar. La piel, resguardando las formas, creaba una ilusión; pero él sabía que entre quien saltó y quien tocó suelo, no perduraba un solo vínculo.

Mállor salió del edificio, dobló en la esquina y, dentro del círculo de luz del farol, encontró a la mujer.

Después, días después, Mállor se habituaría a continuar encontrándose con ella. Todos lo harían. No podía ser de otra manera. Tantos sucesos extraños matan el asombro y la reverencia. Por ejemplo, horas después del encuentro que tendría con esa mujer, el cielo se iluminaría a la medianoche como un eclipse invertido. El cielo se tornaría blanco y, de ese resplandor absoluto, no saldría ninguna sombra de las cosas. La luz ósea se posaría sobre la tierra y la blanquearía igual que si estuviera hecha de sal. La luz fría acabaría por matar a las mariposas, a las moscas, a todas las aves. El cielo quedaría limpio de vuelos, despejado de alas; listo.

Pero eso sucedería después.

En aquel momento, el milagro estaba concentrado en la mujer. Él sintió vacilar sus piernas y cayó de rodillas. La joven, quien no podía tener más de veinticinco años, se hallaba detenida en el aire, flotando a un par de metros por encima de la acera.

Sebastián Mállor no reaccionó. La mujer, encajada de costado en el vacío, con la cabeza vuelta hacia él y los brazos dolorosamente torcidos tras su espalda, le miraba también. Él no era creyente, y sin embargo su murmullo provino de muy adentro de su infancia; “Para dar mi vida por tu vida, para dar mi alma por tu alma”. Contempló la cara de ella, olvidándose sin embargo de enfocar los labios abiertos de donde brotaba una punta nueva de la lengua herida, mordida salvajemente por el pavor que le provocó el abismo, y lo que hizo Sebastián Mállor fue mirar el interior de esa pecera que Mállor tanto conocía, la triste mirada de quien está empezando a mirar dentro de sí.

Los ojos vidriados de ella le devolvieron su propia imagen. Mállor buscó allí dentro algo como una huella en la arena, el primer paso dentro de aquello que se abre después del final de la vida, pero sólo encontró su propia imagen.

—Ayúdeme —la escuchó murmurar entonces, con una voz que fue como el crujir de un cascarón—, ayúdeme a morir.

El cielo ha seguido blanco como la espalda de Dios desde esa medianoche. Casi desde entonces, Sebastián Mállor corrió las cortinas y usó toda tela útil e inútil que tenía allí para tapiar las ventanas. El departamento se convirtió en una tumba inconsistente. La sensación, sin embargo, fue que de un momento a otro, por el asedio de la luz, las paredes acabarían por venirse abajo como una cortina de agua. Sebastián Mállor no podía evitarlo, apoyaba las manos en la solidez de los muros sólo para escapar de la funesta sensación. Diez días de encierro lo habían consumido. Las ojeras le ahondaron la mirada y ahora sus ojos eran igual que un par de muertos meciéndose en el fondo de un río. Llevaba tardes consecutivas yendo al espejo del baño; se contemplaba hasta desconocerse, hasta que dejaban de ser normales ojos, orificios de la nariz, una boca. Así tendrían que estar resultando los seres humanos para los ángeles: agujeros y hundimiento.

Sebastián Mállor no pudo más y ese décimo día cogió su saco sin advertirlo, una pura costumbre, y salió del departamento por primera vez. El chasquear de sus rodillas, mientras descendía, le hizo preguntarse si los ángeles tenían esqueleto.

Fuera del edificio, lo inundó la luz. No es que allá en el departamento no hubiera estado perennemente iluminado. Desde el primer día de enclaustramiento, se resistió empujando el librero al ventanal y usando toda su ropa a fin de cubrir las hendeduras y los orificios de las puertas, pero no consiguió disminuir la blancura que se aposentó en el mundo con la llegada de los ángeles. Era como cerrar los ojos e intentar dormir con una lámpara encendida a un palmo de distancia.

Cuando llegó al exterior, debió apoyarse en el muro para no irse de bruces. Lo había recibido la misma lámpara, a la misma distancia, pero allí afuera era como si a él le hubieran arrancado los párpados. Se quedó sin resguardo ante el deslumbramiento. Dolía como dos hierros blancos enterrados en su cráneo. Poco a poco, venturosamente, fueron definiéndose las cosas igual que si emergieran, escurriendo, de una tina de leche. Vio los postes del alumbrado; vio a la mujer todavía detenida a dos metros del suelo.

La mujer que flotaba.

Ella fue uno de los milagros que precedieron a la noche blanca. Ahora ya nadie estaba allí para cercarla con un silencio reverente. Ella se había hinchado y parte de sus brazos desnudos parecían haber sido víctimas de picotazos. Este detalle resultaba pesadillezco si se pensaba que no quedaban más aves en el mundo desde la caída del cielo.

Sebastián Mállor se acercó vacilante y se paró sobre la punta de los pies para colocar su oído junto a la boca de la muerta.

También él iba perdiendo el asombro.

Al ir hacia el hospital fue encontrando los surcos en las calles y las aceras. Parecía que decenas de máquinas las hubieran barrenado, pero eran producto de los ángeles. Él los había visto desde su quinto piso. Los ángeles se movían en grupos, blancos como colmillos y las puntas de sus alas, al arrastrarse por el suelo, iban dejando tras de sí plumas, un líquido blanco como saliva y los canales desiguales que deshicieron el asfalto. Ningún ángel volaba.

Mucho tiempo atrás, cuando hacía su servicio médico, le tocó recoger a una joven que agonizaba sobre las vías de un tren. El ferrocarril acababa de amputarle uno de los brazos y estaba desangrándose. Ella reía, loca de dolor, subiendo y bajando el hombro sin brazo de una manera grotesca. Mállor entendió más tarde que la joven creía estar manoteando, intentando asirse, algo. Así sucedía con los ángeles. Los había escuchado. Sus alas estaban atrofiadas, recogidas, inútiles, como si llevaran a un muerto a sus espaldas; y sin embargo los ángeles movían los hombros produciendo ese rumor semejante al de cientos de pisadas; un sonido de ejércitos fijos, como si los pasos no se desplazaran.

Mállor llegó a un callejón, acosado de nuevo por la certeza de estar atravesando sus propias muertes, de ir entrando y saliendo de las coordenadas de una agresión que sólo a él le estaba destinada. Por eso se detuvo de golpe, se obligó a volverse; luego dobló apresuradamente en el callejón.

Sebastián no sabía a quién temerle porque de pronto todo se movía en plural. Él escuchó los murmullos que acompañaban al grupo de personas —sus voces eran un rezo sordo, algo cíclico y sin esperanza—, antes de verlos aparecer en la bocacalle. Sumaban alrededor de quince. Una manada de hombres, uniforme en su ceguera, embrutecidos ya. Ellos ni siquiera se volvieron a donde él creía esconderse y Mállor no intentó comprobar si realmente debía de temerles. Desde su departamento, durante su encierro, vio aparecer y desaparecer grupos así, formándose y esfumándose sin sentido.

Una grieta en el mundo. Como si algo fuera descomponiéndose.

La única vez que se acercó a mirar a un ángel —aquella misma ocasión en que la noche blanca lo sorprendió junto a la mujer suicida que nunca completó su caída—, Sebastián Mállor lloró sin advertirlo. El ángel no tenía ojos ni boca, ningún orificio por donde el mundo pudiera entrar en él y por donde él pudiera apiadarse, simpatizar, establecer un vínculo con el mundo.

Todos los ángeles eran así, de una lisura continua y sin pliegues, cerrados como tumbas, indiferentes a las manos que resbalaban por sus torsos y a las voces que cada vez más desesperadamente les preguntaban “¡¿Cuál es el mensaje?!”

Aquella vez Mállor no pudo recordar otro mito angelical que no fuera el de la caída, cuando Dios creó a los seres humanos para ocupar el sitio vacante en el cielo. Ahora ambos, humanos y ángeles, estaban abajo pero los ángeles se movían como si este lugar les perteneciera.

Sebastián Mállor está en el hospital. Por diez días se había olvidado de sus moribundos. Fue dejando atrás las primeras salas caminando sobre las cobijas que se amontonaban en el suelo.

Entendió en ese momento que él los había contagiado. Cada uno de sus moribundos le había prometido que diría algo al morir. Él los había visto consumirse, ir perdiendo la cordura y las formas humanas, escuchándoles decir que ellos sí podrían hablarle desde allá. El doctor Mállor sabía que era su forma de ganarse unos minutos de su atención, reteniéndolo antes que él continuara la ronda con otros desahuciados. Días, semanas después, él atendería sus muertes con resentimiento, sintiéndose burlado por el mutismo, ofendido por un silencio que iba extendiéndose hasta los aparatos electrónicos, ocupándolo incluso a él, cuando los enfermeros y los servidores de limpieza, lo miraban salir de la sala.

Esta décima noche Mállor fue encontrando a sus pacientes, irreconocibles; muertos en paz, así pensó, en paz.

Después habría de saber que nunca existieron palabras más idiotas: “morir” “en paz”. Lo pensaría mientras huyera por la estación de trenes, atravesando las vías, corriendo por entre los vagones abandonados. Antes habría de la ciudad desolada por sus caminos menos comunes, buscando callejuelas, puentes a desnivel, terrenos baldíos.

—¡¡Cómo saben!! —eso es lo que gritará con impotencia para entonces—. ¡¡Cómo hemos creído saber que nuestros muertos estaban muertos!!

Sucede que recorría las últimas salas del hospital cuando escuchó el gemido. Mállor echó a correr de habitación en habitación buscando pulsos en los cuellos endurecidos; dejaba su mano en la yugular más tiempo de lo necesario porque notó que sus dedos no producían ninguna sombra, sus dedos cubrían parcialmente la piel de los muertos pero ésta no se oscurecía; no había sombras en los abombamientos de las batas ni en los pliegues de las cobijas. Mállor se desquiciaba. De pronto estaba llegando a la creencia infundada de que el lenguaje del mundo eran las sombras, que ésa era precisamente su escritura, y que entonces nos habíamos quedado sin guía. Pensó en descuajarle las mandíbulas a una de sus pacientes ya fallecida con la esperanza de dar con una sombra allí, una oscuridad aterciopelada, pero escuchó de nuevo el inconfundible quejido.

Aquella lejana vez de su infancia tardó en reaccionar porque aún conocía poco los sonidos del mundo. Esa vez fue igual que el rumor hueco de una cisterna. Después, ya adulto, ya doctor, entendería que siempre son sonidos inorgánicos los que brotan de los moribundos; algo como el arrastrar de un mueble, como cientos de hojas partiéndose en pedazos, como una cortina latigueando por el viento que entra a través de la ventana.

Aquella lejana vez se demoró en deshacerse de la chaqueta del colegio y de una inocencia donde no existía todavía ningún encuentro con la muerte.

Aquella vez tenía siete años

Aquella vez.

Esta noche el doctor Sebastián Mállor echó a correr hacia la habitación treinta y siete, de donde provenía ese sonido de tela desbaratándose a fuerza de jalones, un rumor de rasgaduras, y encontró al hombre tirado junto a la cama. Por el color azul de la piel, Sebastián Mállor supo que la mayor parte del cuerpo había muerto ya.

—Doctor —crujió el hombre, y luego fue como si de una vez por todas se hiciera pedazos la tela.

Mállor le echó la cabeza hacia atrás, le abrió las mandíbulas, sopló al interior del hombre su propio aire, y de allí dentro recibió algo espeso, una emanación sin levedad, como el polvo que sube cuando se desploma el ataúd junto a las tumbas. Volvió a exhalar y el hombre, a su vez, le devolvió la respiración. Era igual que si disputaran ambos en un juego bobo por imponerse el uno al otro su vida o su muerte.

Luego Mállor corrió a su oficina y regresó con un marcapasos. Tenía que obligar al corazón de ese hombre a pasar de treinta y cinco a ochenta latidos, a ciento sesenta. Su deber era probarlo todo aunque sabía distinguir el momento de hacerse a un lado para no estorbar los finales. Lo había hecho antes, muchas ocasiones, replegarse preguntándose qué era exactamente eso que la muerte tomaba de los moribundos para dejarlos así, con la boca abierta pero sin sonido, inútiles ya para dar testimonio, como una cortina que cesa de ondear.

Sebastián Mállor no se retiró. Hundió el hilo del marcapasos por debajo de la clavícula, en la gran vena que llega al corazón, y, apoyando ambas manos en el pecho del hombre, comenzó a empujar. Sabía que era estúpido pero no pudo detenerse.

Aquella lejana vez, cuando tenía siete años, tampoco lo hizo. No soltó las piernas de su padre, aunque era inútil.

—¡No te mueras! —murmuró con furia.

El hombre abrió los ojos, y sus ojos giraron desorbitados antes de posarse en él.

—¡Estoy en el infierno! —restalló, y luego dejó de respirar.

Sebastián Mállor tenía una mano sobre otra en ese pecho súbitamente quieto, y comenzó a empujar con todo el impulso de su cuerpo, fuera de sí.

—¡No te mueras, maldito!

El hombre regresó con un ruido semejante al de una tabla que se parte en dos.

—¡No se detenga! —le gritó entonces el hombre.

Pero Mállor sabía que acababa de romperle una costilla, que ese método de masaje no iba a dejarle ningún hueso indemne.

—¡No se detenga! —repitió despavorido el otro—. ¡No me deje allá!

Y miró a Mállor como si hubiera algo peor que la muerte.

Sebastián Mállor se impulsó, a pesar de sentir cómo se hundían sus manos en el torso azuloso del hombre.

—¡¡No!! —gritó Mállor.

Aquella lejana vez también gritó. Su padre pendía ahorcado de una viga del estudio, pero aún se movía. Lo único que atinó a hacer él fue abrazarse de las piernas e intentar levantarlo a fin de que no se apagara ese rumor de cisterna que producía su padre. Gritó sabiendo que en la casa sólo estaban él y su padre, sólo él y su padre. Y desde donde se hallaban, él podía ver el teléfono descansando sobre el taburete, pesadamente negro a unos metros de distancia, silencioso, inútil, porque él no podía desasirse de esas piernas para buscar auxilio. Recordaba siempre sus brazos acalambrados y la humedad en la mejilla extendiéndose desde el pantalón de su padre. Recordaba que por un momento él y su padre parecieron ser un mismo cuerpo, igual que si él también hubiera muerto. Luego fue como si todo el peso de su padre se hubiera desplomado hacia las piernas porque él ya no pudo levantarlo.

—¡No! —gritó Mállor.

Una horrible depresión le había deformado el pecho al hombre. De allí surgió un sonido, una voz que no necesitó de la boca, como si las palabras provinieran de otro sitio.

—Esto no es morir —murmuró el doctor Mállor demorándose en retirar las manos.

Permaneció hincado, jadeando unos minutos, hasta que escuchó el rumor en el exterior.

Parecía ser un ejército desplazándose alrededor del edificio y él se llevó las manos a la cabeza para no escuchar la voz imaginaria de su padre.

—No existe —le oyó decir.

Las últimas palabras que su padre no pudo murmurar porque se asfixiaba y que sin embargo él oyó. Lo recuerda siempre.

—No existe la muerte —eso fue lo que le dijo él.

Y ahora por fin lo volvía a escuchar brotando del cadáver.

—No existe.

El recuerdo se le multiplicó hasta volverse insoportable. Él se golpeó la cabeza con los puños y luego contra el pecho hundido del hombre, contra el suelo frío, arrojándose a ciegas contra lo que encontró adelante, por causa de esa memoria excesiva que estaba reventándole el cráneo.

Entonces escuchó el chasquido de los cristales y sintió el ardor en la frente. Él acababa de romper el vidrio de la ventana y, con una herida larga sobre la ceja, Mállor reaccionó. Eran cientos de ángeles los que estaban afuera.

Fue instintivo. Se precipitó hacia el otro extremo de la sala y se asomó por la ventana opuesta.

—Me buscan —se escuchó decir, comprendiendo al fin el sentido de ese plural que lo había venido persiguiendo desde la noche blanca.

Por eso ahora él corre a lo largo de las vías del tren, entendiendo, siendo aplastado por la miserable comprensión y por eso quedándose cada vez más solo. Topando con grupos de seres humanos que no tendrían que provocarle pavor, mirándole las espaldas y comprobando que allí no hay alas, pero, sin embargo, temiéndoles.

“Semejantes, salvo por las alas y la inmortalidad”, piensa para sí, “ésa fue la gran enseñanza de siglos, y ahora resulta que sus alas son inútiles y la inmortalidad es nuestra”.

Mállor no puede comprobarlo. ¿Cómo podría alguien hacerlo?

“No morimos, es otra cosa lo que nos sucede: silencio, inmovilidad, ceguera. Nos quedamos
como los ángeles, encerrados en nuestro cuerpo, inalcanzables pero no terminados. No estamos parados sobre los cien millones de seres humanos que nos precedieron. Vivimos sobre cien millones de vivos, de inmortales, ¿convertidos en qué? ¿A qué le hemos llamado muerte?”

Como un rumor líquido, así sonó su padre, y fue como si ese rumor no parara de repetir que era peor, que eso que no era la muerte era peor.

El doctor Sebastián Mállor escucha de nuevo las pisadas. Ya no se yergue ni mira por encima del muro para saber si son hombres o ángeles quienes lo buscan esta vez. Observa el suelo, junta las manos, ansía hallar una sombra en el interior, dentro de sus palmas, o bajo sus pies o entre los vagones. Una sombra que le explique por qué Dios ha decidido que él, Sebastián Mállor, sea el territorio en disputa entre los ángeles y la humanidad.

Ricardo Chávez Castañeda (Ciudad de México, 1961) forma parte de la generación del crack. Es autor, entre otros libros, de La generación fría, Los ensebados, Fernanda y los mundos secretos, La conspiración idiota y El libro del silencio.

Ricardo Chávez Castañeda